Descargar el paquete: https://steamcdn-a.akamaihd.net/client/installer/steam.deb o agregar el repositorio en https://debgen.simplylinux.ch/ (selecciona tu versión de SO y seleccionar Steam, no olvides agregar las claves públicas) agrega la arquitectura de 32 bits para los paquetes que requiera Steam: # dpkg --add-architecture i386 # apt-get update > Instala Steam. * Si te sale los clásicos errores de que necesitas las librerias de 32 bits, haz lo siguiente: > Instala las librerías de 32 bits que faltan: # apt-get install libx11-6:i386 # apt-get install libstdc++6:i386 Disfruta esa felicidad instantánea para nuevamente toparte con otro problema (mi caso): # apt-get install libgl1-mesa-glx:i386 (ya con esto tendría que funcionar y sino pues investiga y solucionalo; después de todo solo tendrás que hacer lo que te pide, instalar sus librerías ;)
Hay autores sobre los que se puede escribir, incluso cuando su obra es prácticamente ilegible, son la mayoría, y otros, en cambio, una minoría, a los que se les puede leer pero no se puede escribir nada seguro de ellos. Cioran es uno de estos autores. No se trata sólo de que hayan dicho la última palabra sobre su obra, es que su obra niega, refuta, fulmina cualquier comentario que se haga sobre ella, uno escribe por ejemplo: el pensamiento de Cioran es la más radical refutación del racionalismo consolador de la filosofía. Y un buen día releyéndole se topa con un “Yo lo que soy en el fondo es un racionalista”. Y si corrige la frase, tacha racionalismo y lo sustituye por irracionalismo, días después puede toparse con la frase: “Debo a mi irracionalismo mis raros momentos de lucidez”. Y lo más turbador de todo es que te das cuenta de que él no se contradice mientras que tú sí. Que no es que haya ejercido ese derecho, inalienable al parecer, a la contradicción, sino que en su caso lo ha considerado un deber. [...]
Ibiza, 31
de julio de 1966. Esta noche, sobre las 3, completamente despierto. Imposible
seguir más tiempo en la cama. He ido a pasear por la orilla del mar, acompañado
de los más sombríos pensamientos. ¿Y si me arrojara desde lo alto del
acantilado? He venido hasta aquí por el sol, y yo no puedo soportar el sol.
Todo el mundo está moreno, pero yo seguiré blanco, pálido. Mientras me
entregaba a toda suerte de reflexiones amargas, contemplaba los pinos, las
rocas, las olas “visitadas” por la luna, y de repente me di cuenta de hasta qué
punto estaba yo ligado a este hermoso y maldito universo.
6 de
agosto. He tenido un sueño interminable: se trataba de una guerra nuclear entre
América y China. Jamás estando despierto habría yo podido concebir semejante
visión ni detalles más espantosos, más magníficos: un esplendor infernal. Todo
el futuro se estaba desarrollando allí, en mi cabeza. Los antiguos tenían razón
al atribuir un valor profético a los sueños: todos nuestros miedos secretos se
proyectan en ellos, todos nuestros miedos clarividentes.
Durante toda la tarde he estado pensando en Keats en Roma. Por mucho que cambie de paisaje, no puedo cambiar de destino. Y, mala señal para mí, todavía no he conseguido resignarme al mío a pesar de todos mis esfuerzos en ese sentido, y de todas mis teorías al respecto. Me desasosiega y me exaspera, me arranca continuas lamentaciones, como si fuera posible tener otro o modificar sus circunstancias. Sufrir tranquilamente es un secreto que aspiro en vano a poseer y sin el cual los temperamentos como el mío están condenados al infierno.
Esta noche, para consolarme por no poder dormir, me he dicho que si el sueño me hubiera sido concedido como a los demás, no podría estar contemplando estos árboles contra el cielo con las olas al fondo, ni percibir de una manera tan aguda el sentimiento de mi disparidad con los demás seres, de mi soledad total en medio de ellos.
He pensado también que mi drama provenía de mi aspiración a vivir como todo el mundo y de mi incapacidad, de mi imposibilidad más bien de conseguirlo. Cuando se tienen los nervios, el estómago, el hígado jodidos, y fácilmente podría alargar la lista, uno no sale de su agujero donde se encuentra a salvo del sol, del viento, del mar, cosas todas funestas si quiero gozar de ellas. Y eso es desgraciadamente lo que he intentado hacer, con mi incorregible empecinamiento.
14 de agosto. Esta noche, he estado muy atento al canto del gallo. Era tan sincero, tan lleno de entusiasmo, que me cuesta imaginar que no se dirija a nadie, que cante para él solo. Tiene claramente algo que comunicar, aunque su registro sea siempre el mismo y no parezca cambiar de fórmula. ¡Es igual! Tanta convicción debe corresponder a alguna realidad y traducir algún mensaje. No puedo creer que se trate de un simple ejercicio.
No puedo concentrarme en nada, todo me aburre, todo me invita a la dispersión. Como contrapartida, me intereso en multitud de cosas pero en ninguna hasta el final, salvo quizás en el aburrimiento.
Soy un obseso disipado, que derrocha y pulveriza sus obsesiones.Hubiera podido ser un gran curioso de lo incurable.
16 de agosto. Noche atroz. Este clima no me sienta bien. Baños de mar, vientos, calor, todo contribuye a reavivar mis males, a fustigarlos, a recordárselos a mi conciencia. He salido a pasear, sobre las 5, por la orilla del acantilado. Y una vez más el encanto de este paisaje ha surtido efecto. ¡Qué suerte sufrir en semejante marco! Nuestros sufrimientos necesitan compensaciones, y no hay nada más triste que soportarlas en un decorado cualquiera.
Después de una noche en blanco, aquí estoy, confinado en mi casa, temiendo afrontar el sol, esperando que llegue la noche para poder hacer un poco de ejercicio. ¡Haber venido hasta aquí para un resultado tan lamentable!
Esos momentos en los que se tienen unas ganas terribles de estar solo, porque estamos seguros de que, cara a cara con nosotros mismos, seremos capaces de encontrar y de expresar cosas extrañas, únicas, inauditas; y a continuación la decepción, tan grande como la esperanza, cuando uno se encuentra solo por fin y no sale nada de esa soledad tan esperada.
Todo lo que en mí es auténtico proviene de la timidez de mi juventud. Le debo ser quien soy, en el buen sentido de la palabra. Sin la timidez, yo no sería estrictamente nada y no podría conocer respiro en la vergüenza de mí mismo. ¡Todo lo que de joven pude sufrir a causa de mi timidez! Y ahora, todos aquellos sufrimientos me redimen a mis propios ojos.
(El otro día recordé un momento capital y particularmente doloroso de mi adolescencia; yo amaba en secreto a una muchacha de Sibiu, Cela Schian, que debía de tener quince años; yo tenía dieciséis. Por nada del mundo me hubiera atrevido a dirigirle la palabra; mi familia conocía a la suya; hubiera podido encontrar ocasiones de acercarme a ella. Pero eso superaba mis fuerzas. Durante dos años, estuve viviendo atormentado. Un día, en los alrededores de Sibiu, en pleno bosque, donde me encontraba con mi hermano, veo a esta muchacha con un compañero del colegio, el más antipático de todos. Aquello fue para mi un golpe casi insoportable. Incluso hoy día me duele. A partir de aquel momento, decidí que había que acabar de una vez, que era indigno de mí encajar la “traición”. Empecé a distanciarme de la muchacha, a despreciarla, y finalmente a odiarla. Recuerdo un momento en que al pasar la “pareja”, yo estaba leyendo a Shakespeare. Daría cualquier cosa por recordar qué obra. Imposible recordarlo. Pero aquel instante decidió mi “carrera”, decidió mi porvenir. Siguieron años de completa soledad. Y finalmente me convertí en aquel que debía convertirme.)
19 de agosto. Esta noche he estado pensando en dos compañeros del instituto, hijos de campesinos, extremadamente pobres: uno de ellos llegó a ser cura de pueblo y el otro siguió la carrera de militar. ¿Vivirían todavía? No lo sé. Lo que ha hecho que piense en ellos es una cosa inexplicable que ya en el instituto me había llamado la atención: los dos lo sabían todo sin necesidad de estudiar. Eran igualmente buenos en todas las materias, comprendían rápidamente todos los pormenores de las ciencias y recordaban perfectamente todos los detalles insignificantes que los profesores contaban. Estaban no menos dotados para los idiomas, a pesar de que ni uno ni otro tuviesen el menor talento literario. Tenían el don del saber: todo aquello que podía ser aprendido, ellos lo aprendían sin ningún esfuerzo. Yo, que sólo tenía aptitudes para las divagaciones literarias, los envidiaba. Al pensar en ellos, uno se sentiría inclinado a desenterrar la teoría de la reminiscencia: se diría que recordaban todo lo que ya sabían, puesto que nada les costaba el menor esfuerzo. Napoleón, que libró sesenta batallas, dijo que en la última no había aprendido nada que no supiera ya en la primera sobre el arte de la guerra. Mis compañeros estaban en ese mismo caso... El primer día que entraron en clase, recién llegados de su pueblo, ya sabían todo lo que hay que saber, es decir, que no había más que recordarles lo que llevaban en ellos; pero lo que es aprender, en el sentido positivo de la palabra, no, a eso ellos no se hubiesen rebajado nunca.
Frase de una niña inglesa de ocho años, al ver una estrella fugaz: “No me gustaría estar cerca de una estrella fugaz”.
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